A pesar de que rastrear a los Niños, Niñas y Adolescentes (NNA) en los reportes noticiosos de La Violencia es difícil, es decir, hallarlos como víctimas, victimarios o testigos, esto de ninguna manera se condice con su aplazamiento de la prensa o con la preminencia de una ceguera colectiva que anulara los acontecimientos de las infancias en ciertas ciudades del país. De hecho, en el ámbito institucional los NNA fueron componentes cruciales a la hora de la elaboración de la imagen paternal del dirigente. Esta es una vieja fórmula inscrita en la evolución del retrato del político que consiste en tomarse fotografías con NNA para acentuar un mensaje de afinidad con ellos (Burke, 2005), y por esa vía, el de ser un protector de uno de los estereotipos más clásicos que los rigen, el de la inocencia: “La niña Margarita Rosa Díez, sonríe en brazos de su señora madre, doña Margot de Díez, con el excelentísimo señor presidente electo, doctor Laureano Gómez” (Figura 1); “Cómo es en la intimidad el nuevo presidente de Colombia” (Figura 2).
Igual ocurre, con la utilización de la niñez que hicieron las mujeres de las élites para su posicionamiento político. Siguiendo una tradición decimonónica y también afianzada en la era del Estado colonial en occidente (Platt, 2006; Mannarelli, 2002), la infancia menesterosa y carenciada pasó a ser el campo de acción de la primera dama y de las esposas de expresidentes, empresarios, etc. Bertha Hernández de Ospina es un ejemplo notable de esto. En su haber asistencialista promocionó actos religiosos y agasajos con “100 niños pobres […] en el Palacio” (Figura 3); impulsó centros de higiene para los hijos de los obreros en Bogotá (Figura 4), y repartió “regalos para los niños pobres” (Figura 5) en las fiestas decembrinas. En toda esa puesta en escena los NNA de los sectores populares eran accesorios —véase la fotografía de la Figura 5 y compárese con las de los NNA de las figuras 1 y 2—; pues como pasaba con las imágenes creadas para exaltar a las mujeres benefactoras en América Latina, a los NNA empobrecidos había que retratarlos sin identidad, carentes de nombre, en “serie y de perfil haciendo la cola para recibir” un regalo (Del Castillo Troncoso, 2006, p. 91). Seguir Leyendo...
Una buena porción de las noticias referidas a la infancia pone en evidencia la fuerza del paradigma ontológico de la pobreza, afín a la idea de que únicamente era subsanable por medio de la caridad cristiana y la filantropía (Castillo, 2002). Por esta razón, fue común que las necesidades de los NNA quedaran en manos de las cofradías de alta sociedad y de clubes como el de Leones o el Rotario con sus convocatorias, donaciones y recaudaciones de fondos —“Festival en el club popular en favor de los niños pobres” (Figura 6); “Hoy se inicia la semana del niño” (Figura 7); y “La fiesta del niño será celebrada en la capital” (Figura 8)—. Grosso modo la administración de las infancias abandonadas, desamparadas, enfermas, en situación de calle, etc., en un cuasi monopolio, estaba a cargo de entidades privadas regentadas por religiosas (Castro Carvajal, 2014), o por mujeres oligárquicas abocadas a la asistencia y promoción moral de un tipo de NNA: obediente, trabajador, respetuoso de la ley, sano físicamente, etc. Obviamente, esta tarea tenía un costo, y el Estado en una función mínima lo que hacía era acompañarlas y cubrirlas con cuotas económicas como aconteció con la institución “camitas blancas” de Beatriz Gutiérrez de Zea (Figura 9); la “casa de la madre y el niño” (Figura 10) de María López Michelsen de Escobar o con el propio Hospital Infantil (Figura 11) que promocionó y respaldó Lorencita Villegas de Santos (Pachón, 1999).
Nada de lo anterior implicó que el Estado fuera un mero espectador. En el gobierno de Ospina Pérez hubo políticas públicas higienistas, de salubridad, nutrición, etc., permeadas por las corrientes eugenésicas en boga desde los gobiernos liberales (Bácares, 2014), más que por el NNA en sí mismo, por el temor al contagio de las enfermedades populares y para cumplir con la necesidad de tener trabajadores sanos para la emergente industria (Banco de la República 2012). En este marco son comprensibles las campañas para prevenir diarreas y enteritis en los niños y niñas menores de un año en Bogotá (Figura 12), o de acuerdo a los conservadores, el descenso en la mortalidad infantil en la capital, que pasó de una tasa de 198 por mil nacidos vivos en 1945 a 116 en 1949 (Figura 13). Lo que pasa es que a posteriori de la segunda guerra mundial el imaginario del niño como motor de cambio se acentuó, y en una coincidencia, la doctrina Truman le indicó a la región que para lograr el desarrollo era urgente la industrialización, urbanización, salud, educación, etc. (Escobar, 2004); en otras palabras, viviendas para los obreros, y escuelas y centros médicos para sus hijos. Así, en las alocuciones de Ospina Pérez en cuanto a la infancia se le escuchó decir: “Porque en la defensa del niño y en su protección y cuidado se halla el secreto de la futura prosperidad de la república” (Figura 14), o “Hacer del niño colombiano un verdadero símbolo es contribuir a la república del mañana” (Figura 15). Vale subrayar, que como con cualquier retórica los hechos pudieron ir en otra dirección. Según las fuentes liberales, en las proyecciones de 1948, 30.000 NNA estuvieron en riesgo de quedar desescolarizados por la falta de locales e inmuebles para la población infanto-adolescente en edad escolar en Bogotá (Figura 16).
En consonancia, con esta propensión por crear un NNA moderno y “normal”, a saber, uno libre de deficiencias psíquicas y orgánicas, superadas, en caso de haberlas, recurriendo a tratamientos higiénicos-sanitarios (Amador Baquiro, 2009), desde los medios de comunicación fueron corrientes las ideas médicas y las de la puericultura para orientar esta empresa. El mensaje tenía como fin remarcarles a las mamás que su salud era interdependiente de la de sus hijos, y en un plus, recordarles que protegerlos y alimentarlos siguiendo las pautas científicas recomendadas, iba más allá de un asunto privado, ya que “el progreso de los pueblos se encuentra íntimamente relacionado con el desarrollo de la población infantil, porque son las futuras generaciones las encargadas del adelanto de la nación" (Figura 17). Las diarreas infantiles y su ligazón con la mortalidad según los higienistas se debían a la “incultura” de los pobres (Figura 18) y a hábitos nutricionales por corregir (Pedraza Gómez, 2012). En esta lógica de futuro, el NNA pasó a ser centro de notas y recomendaciones de cuidado muy distintas: entre ellas, cómo alimentarlo, bañarlo y vestirlo (Figura 19); de qué modo promover sus sueños e imaginación (Figura 20); o qué hacer para saber si un NNA tenía la madurez suficiente para iniciar la escuela (Figura 21).
Por otra parte, el miedo social a los NNA sin tutela y a los dedicados al robo fue un ítem repetido en la prensa. Por esos años, la Ley 83 de 1946 (conocida como la ley orgánica de la defensa del niño) tenía dentro de sus artículos varios dispuestos para robustecer un sistema de control sobre el NNA infractor (Bácares, 2014). Sin embargo, ello no impidió la permanencia del fenómeno —“Pandilla de menores con nombres bélicos al fin fue capturada” (Figura 22)— o el freno de una persecución estatal de estos NNA recurriendo a batidas, acechos nocturnos —(Figura 23, 24)— o imaginando otras estrategias más sofisticadas. Entre ellas las de la promoción de cajas de fomento a industrias infantiles para que los NNA a través del trabajo y sus productos se moralizaran y abandonaran el delito (Figura 25), o el de la regulación cinematográfica de la mirada de los NNA con leyes que prohibían que entraran a las salas de cine sin vigilancia adulta (Figura 26). Habría que aclarar que un sesgo clásico de la desconfianza que produjo lo fílmico en torno a las infancias populares en una gran parte del siglo XX consistió en acusar a las películas de instruir en el crimen, basados en los resultados de investigaciones de corte positivista que así lo afirmaban y en las conclusiones a las que llegaban los jueces de menores en sus juzgados tras preguntarle a los NNA cuáles eran los divertimentos a los que más acudían (Bácares, 2018).
A la vista, aparece otro elemento para problematizar. La comunicación de la muerte de los NNA por un sinfín de causas ni de cerca da pistas de haber sido un tabú en la época —frente a lo que hiciera suponer la relativa información de este tipo producto de La Violencia—. Esto indica que había fallecimientos de NNA que encajaban dentro de las preocupaciones sociales de ese momento o que coincidían con una posible ruptura de las representaciones sociales de la infancia católica, angelical y pura, insertada en los fieles de las ciudades (Muñoz y Pachón, 1991). Al respecto, la prensa, remarcando la tesis instalada de la fragilidad y vulnerabilidad de los NNA, dedicó muchas páginas a socializar las tragedias y accidentes que padecieron. Una línea semi morbosa fue la de publicar notas abocadas a contar la muerte circunstancial de NNA de corta edad por envenenamientos, asfixias, disparos no premeditados, etc. (Figura 27, 28, 29 y 30), o a causa del problema público —y el desenlace trágico— de los NNA arrollados por automóviles, camiones, animales y trenes (Figura 31, 32, 33). En un bloque similar, hace su aparición la última gran agenda relacionada con la muerte impresa en El Siglo y en El Tiempo de 1946 a 1950: la del infanticidio. Si bien, el primero, en las elucubraciones generales de los estudios sobre infancia se piensa como una fase superada en Occidente (De Mause, 1982), el siglo XIX y el XX en Colombia (Garzón Ospina, 2012; Gutiérrez Urquijo, 2009) conllevan hacia la antípoda de esa conclusión. Como en las décadas precedentes, permaneció activo y siendo noticia con un calcado enfoque que criminalizaba y agraviaba a la mujer que daba a luz (Figura 34, 35, 36); mejor dicho, “el infanticidio considerado inaceptable daba lugar a que se denigrara generalmente de la madre” (Muñoz y Pachón, 1991, p. 288).
Cerramos esta sala, aludiendo a la sustracción y la desaparición de los NNA en las urbes. Aparentemente esta problemática fue una constante que alarmó y puso en jaque a muchas familias colombianas —por cierto, nunca finalizada, debido a que en el 2020 desaparecieron en el país 1579 NNA (Alvarado y Ávila, 2021)—. En los periódicos aparecían notas pagadas con las fotografías de los NNA extraviados, perdidos o raptados y las indicaciones de a dónde llamar en caso de tener alguna información (Figura 37, 38, 39). Lo cierto es que estas prácticas eran habituales y ocurrían a plena luz del día en Bogotá; los NNA estaban a merced tanto del maltrato como de raptos furtivos a los ojos de cualquier transeúnte (Figura 40). El asunto escaló a tal punto, que el jefe del departamento nacional de seguridad en una carta a la opinión pública divulgada en 1946 tuvo que dar un parte de tranquilidad: “no hay razón para creer que se ha desatado en la ciudad una ola de raptos y secuestros de menores de edad y es infundada toda alarma” (Figura 41). Aun así, por la recurrencia de estas noticias, tal vez, el fenómeno continuó sin una solución inmediata o emanada de las autoridades correspondientes.
Bibliografía
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